Delfines de plata by Félix García Hernán

Delfines de plata by Félix García Hernán

autor:Félix García Hernán [García Hernán, Félix]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2015-12-15T00:00:00+00:00


XXVI

Volvió en sí dos horas después. Un martillo neumático se había instalado en su cabeza, consiguiendo que el dolor que sentía dentro de su vagina pasara a un segundo plano. De hecho, solo se lo hizo recordar la pringosa humedad que sintió en los pantalones. Al mirarlos, vio que tenía restos de sangre en toda la zona de la entrepierna.

La amenaza de Abdul de no acudir a un médico la obligó a intentar hacerse personalmente una cura de la herida. Comportándose como una autómata, debido al tremendo shock emocional que le había producido la violación, a duras penas pudo levantarse para acudir al baño. Allí se quitó los pantalones y los arrojó encima del bidé. Con ellos salieron las bragas que Abdul había desgarrado y continuaban en una de las perneras. Aunque no mucho, la herida interior seguía sangrando. Se limpió los restos de sangre de los muslos con una toalla y abrió el botiquín casero. Primero, y aguantando el dolor, se introdujo un tampón para intentar limpiar de sangre el interior de la vagina. La fricción del tampón le produjo un fuerte escozor. Cuando lo sacó estaba manchado de sangre, pero no encharcado.

Abrió un bote de Betadine y, con la ayuda de un bastoncillo de algodón, impregnó las heridas interiores con el desinfectante. No sabía cuánta sangre había perdido, pero se encontraba muy débil. Del mismo botiquín extrajo una caja de Nolotil y se tomó un comprimido, bebiendo agua del grifo del lavabo para ayudar a tragarlo. Se quitó el jersey, lo que ocasionó que cayera el destrozado sujetador al suelo.

Ya desnuda, se metió en la ducha, donde durante más de diez minutos dejó que el agua caliente calmase su cuerpo magullado y ayudase a desbloquear su cerebro, que seguía negándose a reaccionar.

Cuando terminó, se puso una compresa y unas bragas y se miró en el espejo de cuerpo entero del recibidor. No observó ninguna herida externa en su cuerpo. Aparte del inmenso dolor de cabeza, le dolía también el cuero cabelludo, producto de los enérgicos tirones de pelo.

Sujetándose a las paredes con las manos, consiguió llegar al salón, donde se dejó caer en el sofá y miró en su reloj de pulsera. Eran ya las seis de la mañana. Por fin pudo hacer memoria de lo que había vivido hacía solo unas horas. Sentía que acababa de pasar por la prueba más dura de su vida. Solo un pequeño rayo de sol se intentaba colar en el plúmbeo cielo que parecía querer desplomarse encima de ella: Akín no la había abandonado. Por las palabras que le había dicho Abdul, Akín debía de estar tan en peligro como ella. Eso quería decir que de alguna manera lo habían obligado a dejarla.

El ligero alivio que le proporcionó este descubrimiento fue muy efímero, dejando paso a un desasosiego aún mayor, que ya no era solo por ella, sino también por Akín y las niñas. Imaginó que la prohibición de acudir a un médico era debida a que una exploración rutinaria indicaría que había sido violada, obligando al médico a comunicar de oficio el hecho a la Policía.



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